Oscuro Claro

Lo que os voy a contar hoy no tiene nombre. No sé si os habéis parado a pensar en esta frase. No me refiero a la frase «No sé si os habéis parado a pensar en esta frase» sino a la primera de todas: «Lo que os voy a contar no tiene nombre». Algo que no tiene nombre, por ejemplo los niños que no se bautizan, que no tienen nombre a ojos de Dios. Imagínate que no te has bautizado y te mueres a bote pronto (me gusta hablar de la muerte utilizando expresiones deportivas). Llegas al cielo, pero no puedes entrar porque no te has hecho el DNI del alma. Son esos, los sinnombre, los que acaban perdidos en el limbo y se dedican a hacer cameos en series como Entre Fantasmas, o también con posados para programas como Cuarto Milenio para salir del paso (los más tímidos optan por la psicocofonía, que viene a ser la radio de los fantasmas).

Pero no he venido a hablaros de esa chusma espiritual, vengo a hablaros de algo peor. Un fenómeno preocupante que se está dando cada vez más a menudo. Sé que os va a parecer inaudito, pero os juro que es real. Hay gente con y sin estudios (detalles irrelevantes, detalles paja) que en un arrebato antisocial decide desaparecer virtualmente del mapa. Gente que cierra sus cuentas de Facebook (y otras redes sociales) y elimina cualquier aplicación de mensajería instantánea en el móvil. Hay indicadores que anticipan la tragedia. Primero empiezan por salir de los grupos de Whatsapp tras haber soportado demasiadas apologías de la estupidez. La gota que suele colmar el vaso es el clásico chiste malo que cuelga un gilipollas acompañado de varias mujeres bailando sevillanas más el símbolo de palmas. En un primer momento se interpreta que ha salido del grupo por error, piensa inocentemente uno de los miembros de la masa, que decide añadirle nuevamente para que participe en el debate sobre el pijama de Belén Esteban. Craso error, salir de un grupo de Whatsapp es como la heroína del siglo XXI. Pocas cosas más placenteras dicen que existen, aunque la gente no se atreve por el miedo al rechazo social que eso provoca. Salir de un grupo equivale a no querer a la gente que forma parte de él según la visión de los miembros de esa comunidad. Si lo haces atente a las consecuencias.

Pero vaya si lo hacen. Después de haber dado ese paso quieren más. Un buen día se dan cuenta que no solo los grupos de Whatsapp son una pérdida de tiempo: también el 95% por ciento de las conversaciones que hay en ella. Deciden entonces eliminar la aplicación y comunicarse con la gente llamando por teléfono, qué atrevidos. Todo el tiempo que se ahorran en tener que debatir dónde salir a cenar con los amigos lo aprovechan para salir a la calle sin tener que esperar a un hipotético plan que rara vez se lleva a cabo.

Y oye, parece que cuando la gente sale a la calle le da demasiado sol en la cara, y eso hace que tengan una especie de iluminación: «¿Qué necesidad tengo de conocer lo que hace la gente a diario? ¿Es realmente tan importante?». Se dan cuenta que, en realidad, el día a día de las personas es muy aburrido, que no pasan tantas cosas que valga la pena ver, y que por ende rara vez van a encontrarse con algo interesante por Facebook. Deciden que quizá ese tiempo puedan aprovecharlo para devorar libros sin sufrir ninguna clase de interrupción.

Dicen que son gente extraña, no muy de fiar. Miran a la gente a los ojos, hablan entre ellos sin desatenderse un solo instante, y no le exponen al mundo su irrelevante día a día con fotografías de felicidad aparente. No son necesariamente más felices, pero están aliviados porque no tienen la necesidad de mostrar al mundo constantemente su estado emocional a base de emoticonos.

Pasan además a ser olvidados por casi todos ¡Cuán triste debe ser celebrar un cumpleaños sin recibir 100 notificaciones en tu móvil! Pero tampoco les preocupa lo más mínimo porque disfrutan de la soledad. La sociedad intenta explicar esa conducta alegando alguna clase de enfermedad mental en los sujetos que actúan de esta forma, pero nada que pueda demostrarse científicamente.

Las grandes empresas tecnológicas intentan ocultar la existencia de este tipo de personas y guardan silencio ante un fenómeno que las destruiría. Se produce una especie de tabú similar al del suicidio, pero no evita que su extensión sea inevitable.

Parece ser contagioso, así que por si acaso, cuando salgas a la calle, procura mantener siempre la vista fija en tu gadget móvil de turno. De no tomar esa precaución, quizá acabes haciendo algo muy peligroso: vivir.

Fotografía de Glady
Fotografía de Glady

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