«Prendiendo fuegos, ardiendo sin parar
El durmiente evita despertar,
pues se avecinan el miedo y la verdad.»
Kill Raemon – The New Raemon
Este es el primer post que escribo en mucho tiempo. De hecho, hace cerca de dos años que no escribía nada en el blog, algo que teniendo en cuenta que entre 2012 y 2016 llegué a publicar casi 600 entradas, debería hacerme plantear cuáles han sido los motivos por los que terminé por abandonar a su suerte este rincón personal. Sea como fuere, no es ese el tema por el que me he visto en la necesidad de volver a escribir.
Como algunos ya sabréis, el pasado mes de julio decidí poner punto y final a un proyecto al que destiné tantísimo tiempo que no sería capaz de contabilizarlo, que me hizo disfrutar mucho, conocer a gente única y vivir experiencias por las que me debo considerar un afortunado. Sin embargo, como ya comentara en su momento, por diferentes motivos mi hartazgo llegó a un punto de no retorno por el que no vi mejor opción que dar por finiquitada una etapa en la que durante más de seis años pude soñar despierto.
Lejos de sumirme en una profunda depresión, la renuncia a lo que era mi vocación tuvo un efecto extrañamente liberador. Recuerdo que durante los últimos meses antes de poner punto y final a mi etapa en Criminología y Justicia padecía constantes dolores de cabeza. No es que nunca los hubiera sufrido, pero solían ser más bien una consecuencia de la resaca. Hasta ese momento nunca había tenido dolor de cabeza por culpa del trabajo. Pues bien, desde julio no he vuelto a tener más dolor de cabeza a excepción de una semana en la que padecí el clásico proceso gripal de invierno.
No fue el único cambio. De repente, un universo repleto de tiempo libre se abría delante mío. Quiero que se entienda bien esto último, pues no quiere decir que durante el tiempo que estuve dedicándome a Criminología y Justicia no tuviera tiempo para dedicar al ocio. Al contrario, creo que, exceptuando el último año, gestioné medianamente bien mi vida para disponer de suficiente tiempo que dedicar a otras cosas. Sin embargo, el problema de esos momentos de ocio era que, de un modo u otro, nunca estaba plenamente en ellos porque mi cabeza estaba pensando constantemente en clave de criminología, como si todo lo que sucediera al margen de ella fuera menos relevante. Vivía con un objetivo: hacer de mi vocación una profesión, hacer que un proyecto creativo se convirtiera en algo rentable. Y para ello me exigía mucho, convencido de mis capacidades, sintiendo cierta culpabilidad cada vez que me disponía a disfrutar de algo de tiempo libre. Y esto me pasaba por dos motivos: primero porque estaba entusiasmado con lo que hacía, pero sobre todo porque no me podía permitir quedarme sentado si quería que mi labor fuera recompensada con algo más que una condena a la precariedad. Por desgracia, y exceptuando momentos muy puntuales (como el rédito obtenido por las ventas de “Emprender en Criminología”), los seis años de dedicación casi exclusiva a CyJ me han proporcionado beneficios tan escasos que vivir de ello era insostenible en la práctica.
Pero como venía diciendo, esa precariedad en la que estaba sumido era considerada por mi parte como una suerte de efecto secundario por el que cualquiera que quisiera dedicarse a algo que le entusiasmaba debía pasar. Además, por el camino del sacrificio iba obteniendo pequeñas recompensas que me hacían reafirmarme en la idea de que poco a poco acabaría por alcanzar ese equilibrio tan ansiado en el que la precariedad dejara de convertirse en una limitación. Visto ahora desde la distancia sé que estaba equivocado, pero esto resulta difícil de asumir cuando uno está entusiasmado con lo que hace y además está rodeado de marketing barato que le anima a pelear por sus sueños y a omitir las limitaciones sociales que de facto le impedirán salir de esa precariedad.
Este precepto, el de la conexión de la precariedad con el entusiasmo, es el que desarrolló Remedios Zafra en su premiado ensayo “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital” (2017). Este trabajo, publicado el pasado mes de febrero, aborda hasta qué punto el trabajo creativo (el que realiza el investigador, el que compone una obra, etc) se ha visto ligado en la era digital a una suerte de privilegio que ya no requiere ser compensado económicamente. Este tipo de trabajos están ligados a personas entusiasmadas con aquello que hacen. Pero tal y como menciona la propia Remedios Zafra en el libro, ese entusiasmo:
“se convierte al mismo tiempo en algo que salva y que condena […] en aquello que mientras moviliza sienta las bases de una suerte de explotación contemporánea en la que se ven atrapadas aquellas personas que necesitan/buscan un sueldo para pagar tiempo de investigación o creación”
La idea de base es la siguiente: como estás dedicándote a algo que te apasiona, ganar menos dinero está justificado, pues recibes otro tipo de compensaciones que podríamos calificar como “en especie” o como “salario emocional” (gracias Guille por recordarme este concepto): obtención de prestigio, reconocimiento del colectivo, posibilidad de compartir tu pasión con otros compañeros de gremio, estar a las órdenes del catedrático al que admiras y del que tanto puedes aprender…
No es extraño entonces que al entusiasta le parezca un lujo tener una beca de prácticas en el departamento universitario de turno que no alcanza siquiera la mitad del salario mínimo interprofesional, que un profesor adjunto de universidad acepte cobrar un sueldo indigno porque “por lo menos se está dedicando a lo suyo”, o que acepte que para aspirar a un puesto mejor deberá competir por lo civil o por lo criminal para quedar por delante de otros entusiastas, los mismos que en algún momento fueron compañeros sobre los que apoyarse en sus aventuras y desventuras. Resulta llamativo ver cómo dentro de ese contexto competitivo fruto de la escasez de puestos con una remuneración digna se apele a una solidaridad ficticia, a un “entre todos sumamos” donde el rédito de esa suma es recibido solo por unos pocos privilegiados que han conseguido ubicarse en posiciones de poder.
Yo mismo consideraba acertado el anterior argumentario de forma inocente. Si bien siempre he sido bastante escéptico en torno al sueño americano y al todo es posible con esfuerzo, inevitablemente tendía a asumir que mi precariedad era fruto de mis errores o de que todavía quedaba mucho trabajo por hacer. Si las cosas no estaban yendo como esperaba era porque no había canalizado lo suficientemente bien mi entusiasmo en la obra.
Como ya he venido mencionando, los avances con Criminología y Justicia iban proporcionando pequeñas recompensas que podían interpretarse como indicadores de que se iba por el buen camino. Crecía el reconocimiento como una de las webs de divulgación criminológica más seguidas, pero a la vez el nivel de exigencia como cabeza más visible también iba en aumento, lo que en mi caso derivaba en dos consecuencias: me obligaba a seguir mejorando mi reputación digital, y a la vez elevaba la autocensura. Debo decir que lo primero en cierto modo y sobre todo en los primeros años me supuso un divertimento; en cuanto a lo segundo, no soy tan amante de sacrificar mi libertad para expresarme en aras a evitar conflictos, llamadme bocachancla.
Creo que por ese motivo tengo la sensación de haberme quitado un peso de encima desde que decidí dar por finalizada mi etapa en CyJ. Más que un universo de tiempo libre, debería hablar de un un universo de tiempo de libertad. Y es que en la medida en la que no tengo ya la necesidad de mantener una suerte de reputación digital, tampoco me veo sometido a la autocensura.
A la vez, la renuncia al que era mi objetivo de vida me ha llevado a un espacio donde la ausencia de objetivos resulta liberadora. Yo, que siempre he sido de proponerme metas constantemente, resulta que ahora estoy más cómodo paseando en los márgenes del abismo. Y si en algo lo he notado, ha sido a la hora de introducirme en el mundo de la lectura. Siempre he disfrutado de leer, he leído tanto como he podido, pero no siempre he leído de la misma forma, o no siempre me he sentido tan inspirado por lo que he leído. Y en esto ha influido el modo en el que me he dirigido a abordar la lectura. Digamos que en los últimos años leía en modo Windows: mis lecturas se encaminaban no tanto a leer aquello que quizá podía apetecerme más sino más bien a aquello que debía leer para mantenerme al día. Por ello, en lugar de optar por libros que requieren una lectura lenta y reposada, optaba por libros, revistas y artículos que pudieran calificarse como devorables, una suerte de fast food research. Inevitablemente mis lecturas terminaban por dirigirse a temas tan acotados que inevitablemente me resultaba más complicado mantener esa apertura de miras tan necesaria en el campo de lo social.
Una vez liberado de las metas profesionales, me he dedicado a recuperar otra forma de abordar la lectura, explorando otras disciplinas, temas de lo más variopintos y perspectivas que distan mucho de las que yo pueda tener (por poner un ejemplo, me estuve leyendo un libro sobre el apasionante mundo de las granjas). Digamos que esta posición de vacío profesional me permite en cierto modo descubrir mi interés en nuevos espacios.
La tendencia a la especialización profesional hace mella en el espíritu crítico: nos vemos obligados a acotar tanto nuestra experiencia investigadora, que inevitablemente terminamos teniendo una versión demasiado sesgada de la realidad. Y si a ello le sumamos el hecho de que esta experiencia investigadora o creadora está envuelta en un mar de precariedad, en cierto modo nos vemos conducidos a una defensa de lo nuestro como lo más certero aún sabiendo que pueda no serlo. ¿Consecuencia? Todo lo relacionado con la creatividad y la innovación en el campo investigador se ha acomodado en un ambiente donde prevalece el conservadurismo, donde la remisión a lo numérico y objetivable aporta cierta apariencia de estar realizando avances científicos. ¿El problema? que por el camino de la precariedad la tarea de pensar la ciencia, vital para poder progresar en el estudio de cualquier disciplina, se ha visto obligada a quedar en un segundo plano, sepultada en un mar de papers, posters y speeches casi calcados los unos con los otros pero necesarios para entrar en la rueda de becas y subvenciones gubernamentales.
Otro de los privilegios que me he podido permitir en estos meses ha sido mi derecho a desaparecer del mapa el tiempo que he querido. A no verme condicionado a estar presente en las redes sociales, a no tener la obligación de estar publicando para reclamar la atención, a no tener que andar opinando en torno al tema del día, a no tener que mostrar mi consternación por la muerte del famoso de turno. Quiero que quede claro que tanto estar presente activamente en redes sociales como publicar artículos es algo que me entretiene (más lo segundo que lo primero), pero no me siento tan cómodo con los tempos ni con el grado de narcisismo que se exige. Nuestros tweets y posts se ven condicionados por una aspiración a la relevancia, a obtener likes y retweets que ejercen de reconocimiento a lo que estamos diciendo. Así, un tweet o un post no retuiteados o compartidos por otros no posee valor. Y ante esa ausencia de valor, la tendencia inevitable es a optar por decir aquello que esperamos pueda tener más éxito o mayor apoyo que los demás. Lo que publicaremos se asemejará entonces más a lo que la gente quiere oír antes que a lo que realmente nos gustaría expresar. Eso es lo que hace que las redes sociales me parezcan cada vez más aborrecibles, pues me resulta difícil encontrar discursos de valor o atrevidos (discursos que duran lo que dura la censura, ya sea digital o penal, en entrar en acción).
Ser consciente de que mi entusiasmo por crear ha sido lo que me ha llevado a ser en cierto modo mi propio esclavo no hace que debamos vernos imbuidos a renunciar a la experiencia creadora. Al contrario, tal y como indica la propia Zafra:
“La creación es todavía uno de los pocos territorios que nos permite sumergirnos y romper la tendencia de una vida domesticada”
Sin embargo, lo que sí queda en duda es que los canales tradicionales sean capaces de proveer al entusiasta de turno un lugar con garantías para poder desarrollar su labor, si es a día de hoy posible establecer lazos de solidaridad (lazos reales, no estratégicos) entre compañeros en el ámbito investigador.
Mantenerme al margen de los canales de profesionalización es lo que me está conduciendo a recuperar el entusiasmo por el conocimiento y a saborear de nuevo la capacidad creativa. Ignoro todavía si eso significa que he tomado un camino de no retorno, de si se puede considerar de algún modo una renuncia a la vocación en un sentido profesional. Lo único que puedo decir es que por ahora, me sienta bien.
Mi valoración de "El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital"
El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital- Lucidez10/10 D10S
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