Que John Gray haya publicado un libro sobre filosofía felina podría considerarse una irreverencia ante el pensamiento filosófico.
Una irreverencia que cobra todo el sentido si conocemos de antemano parte de la obra de este filósofo británico. En mi caso, me topé hace un tiempo con su libro Siete tipos de ateísmo, un repaso lúcido a las diferentes formas de ateísmo que se han predicado hasta ahora. En este libro, el autor muestra cómo muchas formas de ateísmo esconden formas de fe inherentes: en el progreso, en la humanidad, en la ideología política, etc.
Según John Gray, solo el ateísmo descreído estaría libre de cualquier forma de fe, en tanto no postula la afirmación de una nueva fe que niegue la anterior. Es simple y puramente negación de toda fe, de toda aspiracionalidad.
Y es precisamente desde esa posición descreída donde John Gray parece plantear sus ideas. Unas ideas a las que, por otra parte, procura restar trascendencia, precisamente porque darles más importancia de la que tienen estaría en contraposición directa con su postura.
Los gatos y la autoconciencia
El libro de John Gray Filosofía Felina: los gatos y el sentido de la vida pretende mostrarnos qué pueden enseñarnos los mininos sobre el sentido de las cosas. Una búsqueda de sentido que en realidad se torna imposible en los felinos en la medida en que no poseen conciencia de sí mismos como sí les sucede a los seres humanos.
Precisamente de esa ausencia de conciencia es una de las cosas que según John Gray podemos aprender algo. Un gato se realiza a través del acto en sí mismo y nada más. Su comportamiento no actúa conforme a una escala de valores, sino que se construye sobre las necesidades que pueda tener en cada momento: necesidad de jugar, de comer, de dormir, de obtener algo de calor humano…
Para el autor, esa ausencia de conciencia no es ausencia de sintiencia. El gato pasa hambre, sufre a veces, se divierte y hasta se alegra de toparse con un ser humano. Lo que lo diferencia es que es todo él un acto presente. Lo que haga, lo ejecutará sin pararse a pensar en lo bien o mal que esté obrando. Sus acciones son un acto puro de deseo.
Los humanos tenemos grandes dificultades para manifestarnos en el acto presente: nos obsesiona el futuro a la vez que la mochila de nuestro pasado se llena hasta desbordarnos. Pasamos más tiempo pensando en nuestra siguiente acción en lugar de vivir la experiencia presente que ejecutamos. Comemos el segundo plato pensando en lo que hay de postre.
Si un gato pudiera dar algún tipo de lección al respecto, nos diría que entre la nostalgia pasada y la angustia futura se pierde el goce del momento presente.
El relato intrascendente de lo humano
Ya he anticipado la posición descreída de John Gray. Esta posición es especialmente crítica con los postulados humanistas y con la idea de progreso, pero toda ella se remite a un único origen: el valor trascendental que le ha dado el ser humano a la conciencia de sí mismo.
Según Gray, esa trascendentalidad atribuida a la conciencia humana es la que da lugar a una concepción errónea tanto de lo que somos como de nuestra posición en el mundo. El ser humano, en la medida en la que es consciente de sí mismo y de su mortalidad, bosqueja constructos de ideas que cree que pueden trascender al propio ser humano. En este sentido, la supuesta trascendencia de las ideas sobre la vida finita del hombre le sirve para darle un valor a la vida.
Sin embargo, esa trascendentalidad de la conciencia no encuentra soporte alguno que invite a pensar que pueda ser atributo alguno de verdad. Los relatos y ensoñaciones idealistas no dejan de ser constructos imperfectos e incapaces de no cargarse de sesgos y contradicciones propias de la condición humana.
Para Gray la propia filosofía que emerge desde nuestra autoconciencia parece entreverse más bien como un instrumento de entretenimiento similar al que puede tener un gato que se divierte cazando moscas. No hay verdad alguna en lo que se postula para dar un sentido a las cosas, solo acción en sí. Para Gray:
“la vida interior de los humanos es episódica, borrosa, deshilvanada y, por momentos, caótica”.
¿Existe una ética gatuna?
Tal y como afirma el propio Gray, tendemos a pensar que “los gatos son amorales”. No parecemos vislumbrar en ellos sentimiento alguno de culpabilidad o arrepentimiento por sus actos, ni parecen tener dudas sobre el modo más correcto de actuar. Cuando deciden si tirar o no al suelo ese tentador vaso de cristal que hay en la mesa, su ejecución final no se basa en si están haciendo o no lo correcto sino en si vale la pena realizar la acción deseada ante las posibles represalias que pueda recibir (en este caso, la bronca que se lleva del ser humano).
En este sentido, no existe una moral felina que dirima más allá del bien y del mal, pero para el autor eso no hace que las acciones del gato estén menos justificadas. Como hemos mencionado previamente, igual que las ideas caen en la trampa de la trascendentalidad de nuestra conciencia, la moral, con sus nociones de lo bueno y lo malo, entra también en ese mismo saco.
En tal caso, si tuviera que haber algo así como una moral del felino, esta sería cercana a la moral que busca acercarse a la virtud, pues esta es la que le garantiza en cada momento su supervivencia. El gato decidirá virtuosamente tirar el vaso de cristal al suelo porque la consecuencia inmediata difícilmente pondrá en riesgo su vida. La reprimenda no eliminará en exceso el placer que le habrá supuesto el acto de tirar el vaso.
¿Nos puede enseñar a amar un gato?
Gray dedica el cuarto capítulo al amor felino. En concreto, revisa a través de pasajes de diferentes autores la relación de amor humano hacia los gatos, con historias en las que los dueños de los felinos encontraban en ellos una relación de amor siempre más pura que la que hubieran podido encontrarse con cualquier persona.
A veces surge la pregunta sobre si puede llegarse a querer más a un animal que a una persona, y a cuáles son los motivos por los que eso puede llegar a suceder. Esa pregunta puede responderse desde la diferencia en la forma de amar. Así, mientras el humano que ama guarda siempre la expectativa de ser amado, no sucede así con los gatos, que parecen expresar su sentir sin esperar nada a cambio. Esa ausencia de expectativa sobre la reciprocidad amorosa se da también en sus propios actos: dado que solo da muestras de cariño cuando así lo siente, dejará de darlas cuando no desee hacerlo. En este sentido, no es un amor complaciente ni sacrificado pero sí un amor plenamente sincero.
En esa paradoja es donde el ser humano se siente atraído por esa forma de querer que tienen los gatos y que normalmente no tienen los humanos.
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