Oscuro Claro

Ya he hablado en algún post anterior sobre los peligros que entraña ceder competencias en materia de seguridad pública a los ciudadanos.

Sin embargo, he creído conveniente volver a retomar el tema a raíz de un ejemplo que además ha tocado muy de cerca precisamente a un criminólogo. En los últimos días hemos asistido a un nuevo caso de busca y captura ciudadana a través de redes sociales, episodio que viene dándose con cada vez mayor frecuencia para identificar a presuntos agresores. En esta ocasión se se hizo difusión de un vídeo en el que aparecía un jóven agrediendo a una mujer en Barcelona, y que ya ha sido identificado.

La indignación por la gratuidad con la que se llevó a cabo la agresión hizo que la viralización del vídeo fuera inmediata, y que los esfuerzos de los internautas por encontrar al culpable se convirtieran en una caza de brujas. Así que como era de esperar, sucedió que un internauta identificó por error a Ruben Mascarell Ortí,  estudiante de criminología de la UAB,  como el agresor del vídeo. A raíz de este error, entre 150 y 200 insultos son los que ha recibido este jóven en redes sociales según informaba en una entrevista a “El món a RAC1”.

Ello le llevó a tener que desmentirlo públicamente e incluso a acudir a los Mossos d’Esquadra para comentar la desagradable situación. Una vez expuesta la confusión habida, las aguas han vuelto a su cauce y todo ha quedado como un desagradable incidente, recibiendo además las disculpas de quien en un primer momento incriminó a Ruben Mascarell.

Sin embargo, a pesar de lo comprensivo que ha sido en este caso el afectado, no debemos pasar por alto que lo que aquí ha sucedido ha sido un linchamiento ciudadano carente de pruebas (la incriminación vino a raíz de una foto del perfil de Twitter que supuestamente guardaba alguna similitud con el agresor) que podría ser perfectamente calificable como un delito de calumnias previsto en el artículo 205 del Código Penal (“Es calumnia la imputación de un delito hecha con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”). En definitiva, un suceso grave fruto del ánimo justiciero de algunos ciudadanos.

En 2013 Guillermo González ya avisaba sobre lo pernicioso de este tipo de prácticas, más conocidas como vigilantismo:

“en la vida cotidiana ha presentado diversos incidentes, poniendo en peligro la integridad tanto de la población civil, como de la policía o de los mismos héroes. El más lamentable ejemplo se halla en la contrapartida ideológica que supone la palabra justicia cuando ésta es empuñada por grupos violentos, como han sido los terribles linchamientos a hombres y mujeres negros en los Estados Unidos de América, ataques contra personas acusadas de colaborar con diversos estados o regímenes (como ocurrió en la Francia de Vichy o en España durante la infame Guerra Civil), o masacres contemporáneas contra personas consideradas inmorales según la idiosincrasia del grupo ofensor. En otros casos, algunas de las personas declaradas vigilantes o justicieras desarrollan labores de asistencia a las fuerzas del orden (no aprobada por la policía), poniendo en riesgo su integridad y, en ocasiones, perdiendo la vida en ello”

Este tipo de situaciones van a hacerse cada vez más frecuentes, y por ello se hace menester concienciar al ciudadano sobre las responsabilidades que conlleva calificar a alguien de forma tan gratuita como delincuente, produciendo daños en muchas ocasiones irreparables. En los últimos años la novela de Orwell ha tomado mucha vigencia para compararlo con las prácticas de vigilancia masiva que lleva a cabo el Estado sobre sus ciudadanos. Pero lo que muchos olvidan es que una parte fundamental del funcionamiento del estado orwelliano era el papel del ciudadano como chivato de cualquier clase de práctica irregular.

Así que por favor, si alguien está aburrido y quiere erigirse en héroe desde el sofá de su casa, mejor que se dedique a jugar a los videojuegos.

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Fotografía de Sophie & Cie

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