En más de una ocasión he manifestado hasta qué punto resulta importante que el trabajo, además de los beneficios económicos que pueda proveer a una persona, satisfaga lo mejor posible las necesidades del trabajador y, a ser posible, le apasione.
Sin embargo, hoy voy a hacer un pequeño inciso en el camino, ya que creo que ser un apasionado de tu trabajo puede convertirse en un arma de doble filo. Ya vimos que ser un apasionado del trabajo no equivalía a estar satisfecho con el trabajo, y este post sigue un poco esa línea. Creo que apasionarse por un trabajo puede ser bueno siempre que el mismo no se convierta en el único leitmotiv de un individuo. Un trabajo que te apasione puede acabar generando poco a poco una dependencia que va más allá de lo económico si cabe más peligrosa.
Me explico. Un individuo que convierte su trabajo en el eje sobre el que se satisfacen sus necesidades vitales conlleva siempre un riesgo enorme, más teniendo en cuenta la volatilidad con la que se mueve el mercado laboral. Ello implica que cualquier modificación en las condiciones laborales, por no hablar de la posibilidad de que se finalice un contrato con una empresa, puede provocar en la persona una situación de vacío tanto o más dolorosa a la que se tiene tras una ruptura sentimental. Cuando el grado de felicidad de una persona se focaliza en una sola cosa, sea cual sea, puede tornarse problemático cuando el inevitable devenir de las cosas cambie.
Apasionarse con un trabajo y desvivirse por él resulta positivo hasta cierto punto, pero puede acabar resultando más dañino para el sujeto que en los casos en los que el trabajador solo se siente vinculado a una empresa por el beneficio económico que le provee.
Resulta entonces de vital importancia tomar conciencia de que, por mucho que amemos algo, hemos de ser capaces de encontrar un equilibrio que nos permita estar más preparados ante cualquier cambio que debamos afrontar. En esto, la mejor solución que podemos encontrar es la de darle el valor justo al trabajo, lo cual se traduce en valorar a las personas no solo por su capacidad de producir, sino por su capacidad de generar un bienestar social (en el plano familiar, amistoso, comunitario…).
En muchas ocasiones, la pasión por el trabajo viene directamente correlacionada con el hecho de que el individuo se siente útil y percibe que su función en este mundo se remite a su cualidad como herramienta. Es, además de un error, un riesgo: en cuanto la persona empieza a percibir que es cada vez menos válida como herramienta en una empresa, el riesgo de padecer alguna clase de trastorno del estado de ánimo (como puede ser el desarrollo de una depresión) será un hecho.
Es un problema que no solo incumbe a los mencionados apasionados por el trabajo, sino también a toda la sociedad. Nuestra época atribuye el mérito a las personas en función de sus capacidades, sin tomar conciencia de que eso al fin y al cabo termina comportando la discriminación de aquéllos colectivos que por causas que van más allá de su voluntad (personas con alguna clase de disminución física o psíquica incompatible con la realización de cualquier actividad laboral, o personas mayores, que ven como su valor para el colectivo se pierde una vez dejan de formar parte del grupo de personas capacitadas laboralmente) no pueden destacar del mismo modo, o no son en algún modo útiles para la generación de riqueza económica. Una vez hayamos aprendido a darle el valor justo al trabajo, podremos ser capaces de apasionarnos sanamente por nuestra labor.