Oscuro Claro

Bien, ha llegado la hora de que os cuente el capítulo de mi vida que me marcó el camino a seguir: el año que pasé en prisión.

Era 2009 y terminaba, tras seis años de estudio, mi etapa universitaria. Dos carreras para comerme el mundo. Como mi objetivo claro era prepararme las oposiciones para acceder al cuerpo de instituciones penitenciarias, la prioridad en ese momento fue la de encontrar un trabajo que me sirviera para mantenerme hasta que saliera la convocatoria. Apenas tuve que esperar un par de semanas para encontrar el trabajo que necesitaba.

Se trataba de ejercer funciones de controlador de sala en un conocido museo de Barcelona, rodeado de obras de arte y en un edificio idílico del siglo XV. La cosa no pintaba del todo mal. Entraba a trabajar además con un grupo renovado de personal, lo que hizo que en pocas semanas las amistades se labraran fácilmente. Sin embargo, eso fue lo único bueno que me aportó este trabajo: las amistades. Todo lo demás fue para mí una pesadilla. Y para entender por qué fue así os haré un cuadro (nunca mejor dicho) de lo que viví durante el poco más de un año que pasé trabajando en dicho museo.

Por lo pronto, las funciones como controlador de sala eran cualquier cosa menos excitantes o motivadoras. Nuestros dos objetivos básicos eran: evitar que los visitantes hicieran fotos y que los niños y no tan niños no tocaran los cuadros o alborotaran el ambiente en las salas. Más que tener una función enfocada al cliente, nuestro trabajo era meramente punitivo. Nos tocaba poner orden entre los visitantes.

Cada controlador de sala tenía asignada una sala o sección del museo, que se iba rotando cada hora con otros compañeros, convirtiéndose en el momento más emocionante del trabajo. Al final, la mayor parte de las horas se las pasaba uno dando vueltas a la sala como un autómata sin decir nada. Es más, creo que un autómata habría hecho ese trabajo mejor que yo. Durante los primeros días pensé que el trabajo no estaba tan mal: ante la ausencia de motivación, tendría tiempo de sobra para reflexionar. Al fin y al cabo, había estudiado filosofía y mi mente era todo lo que necesitaba para entretenerme. Pobre iluso.

Los pensamientos que le vienen a uno a la cabeza durante las horas, todas iguales, que tenía que pasar en ese museo eran cualquier cosa menos reflexiones filosóficas: pensamientos reiterativos en torno a temas absurdos, negativización de la situación personal y un impulsivo deseo de salir de allí corriendo. La sensación era la de estar tirando 30 horas semanales de mi vida a la basura, y eso que tuve la suerte de ser uno de los pocos que podía ver la luz de vez en cuando por las posiciones en las que me tocaba trabajar a menudo. Otros no tuvieron esa suerte, o dicho de otro modo, no caían tan bien al jefe. Se trataba de un jefe prototípico: despreciativo hacia sus trabajadores hasta llegar a niveles insultantes, y que parecía odiar su propio trabajo y hasta su vida. Y todos, como buenos trabajadores, que ya suficiente teníamos con aguantar un trabajo insoportable, aún teníamos que aguantar a una persona insoportable.

A este cuadro se unían otros detalles, como el hecho de que no se permitiera beber agua a los trabajadores más que en su momento de descanso, la constante vigilancia a la que se veían sometidos, los despidos que mes sí, mes también, se llevaban a cabo…al fin y al cabo, la falta de humanidad en algunos aspectos importantes, unido a una cuestión meramente psicológica, era lo que me llevó a sentir que ese año fuera un año en prisión. Entendí y viví eso que dicen de la cárcel del trabajo. La sensación de encontrarme atrapado y encerrado en un lugar que me ahogaba era real, y quizá el modelo de trabajo que había allí fomentaba bastante esa sensación.

Pero de todo lo que sucedía allí había algo que me preocupaba sobremanera: muchos de los que trabajaban conmigo tenían tanta o mejor formación que yo y, sin embargo, no parecían tener intención de salir de ese lugar, o tenían asumido que ese iba a ser su papel en el mundo (o ese, u otro de similares características). Me parecía lo más dramático: ¿cómo una persona que invierte tanto tiempo en sus estudios es capaz de renunciar a ellos tan fácilmente?

Me dije a mi mismo que no me iba a pasar lo mismo, y me puse a estudiar mucho más para sacar esas oposiciones, que ya tenían fecha: mayo de 2010. Memoricé temarios que creía que era incapaz de aprender, y madrugaba o pernoctaba con tal de encontrar unas horas para el estudio. Era mi única puerta de salida. Me impliqué en el estudio más de lo que nunca lo había hecho.

Y suspendí.

Se hizo el drama. No iba a salir de allí nunca. Mi formación como criminólogo parecía además ser totalmente inservible, no había un solo puesto de trabajo en el que se reclamara nuestra figura por mucho que buscaras, y no había expectativa alguna de cambio. Esa carrera en proyección y que poseía tanto saber resultaba que no era tan especial como me habían contado. Estaba claro que iba a ser otro más de los que daban por perdidos todos sus años de formación para consumir su tiempo en algo que odiaba profundamente.

Hasta que un día llegó mi novia para salvarme y me dijo que quizá era un buen momento para hacer un cambio y irnos a vivir a mi tierra natal, Mallorca. No lo dudé dos veces y acepté entusiasta esa propuesta. Estaba decidido, iba a dejar esa cárcel y reconducir mi carrera en la isla. Comuniqué a la empresa que a finales de julio dejaba el trabajo, y me dispuse a cumplir con el tiempo que me quedaba de penitencia.

Sin embargo, las cosas se precipitaron. Confieso que hasta el momento en el que hice lo que hice había sido siempre una persona con una actitud bastante pasiva. No molestaba a nadie, no hacía ruido, no protestaba demasiado, no incomodaba a nadie.

Pero en ese trabajo había demasiadas cosas que consideraba inadmisibles, y la última fue solo la gota que colmó el vaso. Y la que me llevó a escribirle una carta al director del museo:

“Carta abierta a la dirección del Museo

Me presento. Soy controlador de sala de este museo desde hace poco más de un año, y desde la fecha hasta hoy no he expresado grandes quejas respecto al funcionamiento de este museo (lo cual no quiere decir que no las tenga ni mucho menos).

Habitualmente no suelo ser muy dado a expresar mis quejas acerca de las condiciones laborales con las que debo convivir diariamente. Asimismo, todos tenemos un límite a la hora de callarnos cosas que nos parecen intolerables.

Con ello me gustaría plantear la cuestión sobre la habitabilidad de algunas salas del museo. Soy consciente que estamos en verano, que por norma general hace mucho calor, que es difícil que se mantenga la temperatura adecuada dentro del recinto, etc. Pero lo que no puede ser es que haya salas en las que prácticamente tengamos dificultades para sobrevivir. Concretamente me quiero referir a las salas 8 a 11.

Las características de estas salas, por norma general en épocas estivales, son una temperatura insoportable, una escasa ventilación, un misterioso hedor permanente (es curioso que el olor a pintura llegue a durar hasta una semana entera), unido a una luminosidad ausente, que contribuye a generar problemas en nuestra ya maltrecha vista, aparte del hecho de que ni siquiera nos esté permitido tener una simple botella de agua en esas salas (es bastante lamentable que nos veamos obligados a escondernos de las cámaras para poder hidratarnos, de hecho es bastante lamentable que sea el personal el que es constantemente vigilado y no los cuadros). Creo que ustedes mismos ya tienen pleno conocimiento de que todo esto es cierto. Pues imagínense pasarse dos horas seguidas en esas salas, con la única ayuda de un triste abanico.

¿Consecuencias? Un innumerable número de mareos y desmayos por parte de personal de este museo, pero que visto lo visto no parece preocupar en exceso, aquí lo importante es la salud de los cuadros, el personal en cambio se puede suplir ¿no es así? Personalmente, afortunadamente mi bajo nivel de grasas saturadas y mi alto nivel de hiperactividad han ayudado a que solo haya sufrido pequeños desfallecimientos en esas salas, que he solucionado saliendo inmediatamente de allí.

Ya que no parece haber mucha implicación a la hora de ofrecer soluciones inmediatas, yo os propongo un par, ignorando su viabilidad, pero con mucha buena voluntad:

1. Instalación de algunos ventiladores provisionales (algo tan simple como coger los ventiladores y enchufarlos a la corriente) en dichas salas.

2. Ya que la sala de grabados lleva meses abandonada a la intemperie quizá no vendría mal aprovechar esa sala para ubicar la época azul por lo menos, que si no recuerdo mal está mejor acondicionada y dispone de suficiente espacio para su colocación.

3. Que seáis vosotros los que os encarguéis de controlar esas salas, sin poder beber agua y con un pequeño descanso de 10 minutos (os dejo que continuéis cobrando vuestro sueldo).

No dudo que por las responsabilidades con las que deben trabajar diariamente no les será nada problemático solucionar esta cuestión.

Por lo dicho anteriormente declaro lo siguiente:

Que me niego a entrar en esas salas hasta que no observe cambios drásticos en torno a estas, o hasta que no se acuda a mi persona para darme las explicaciones que crean convenientes.

En caso que se produzca silencio administrativo desde el momento de recibir dicha carta, estableceré una serie de medidas cautelares para poder sobrevivir en dichas salas en el caso de que se me obligue a entrar en ellas, a escoger entre las siguientes:

1. Trabajar con chanclas, bañador y sin camiseta. Eso sí, con la identificación necesaria, por supuesto.

2. Llevarme una garrafa de cinco litros de agua para no sufrir un principio de deshidratación allí dentro.

3. Pedirle prestado al grupo Locomía los monumentales abanicos que utilizaban en su momento, y que seguro sirven para generar algo de aire en esas salas y a la vez ofrecer un elemento folklórico al turista de a pie.

4. Traerme un cubo y una esponja y ir echándome agua de vez en cuando para estar un poco más fresco.

5. Instalar una piscina hinchable de 20 cm de profundidad para poder mantener al menos los pies en remojo.

Esta carta será difundida a través de las principales redes sociales y diarios digitales.

Quiero dejar claro que es una iniciativa individual y no colectiva.

Saludos cordiales”

Como podéis intuir, el día que entregué esta carta fue el último que pasé en el museo. A pesar de que apenas me quedaban 15 días para terminar el trabajo, no esperaron y me echaron de allí de inmediato. Además de entregarla al director, imprimí varias copias que distribuí a otros trabajadores del museo para que tuvieran conciencia de mi acción. Aparte, divulgué el escrito a través de un blog que compartía con otros amigos, y ello ayudó a que la carta tuviera aún más impacto.

De lo que sucedió en el museo en los días posteriores me llegaron versiones de todos los colores.

Al parecer, desde la dirección de la empresa se vendió a los trabajadores que mi acción estaba poniendo en riesgo la continuidad del convenio que tenían con el museo, y que eso podía provocar la pérdida de sus puestos de trabajo. Sí, tal como oyen, mi carta podía provocar el despido de toda una plantilla de trabajadores según la dirección de esa empresa. Y lo mejor de todo es que esa estrategia del miedo les funcionó con muchos de ellos, tachándome en algunos casos de egoísmo y de poner en riesgo su trabajo. Otros criticaron mis formas, cosa que comprendo perfectamente. Y por suerte, otros tantos valoraron lo que había hecho a pesar de la ironía mordaz (acompañada de un par de cervezas) con la que lo había escrito.

Otro de los rumores que me llegó fue que me consideraban un riesgo para el museo, que en cualquier momento podía cometer alguna locura, en definitiva, que era un sujeto peligroso. Algo que cuadraba con el hecho de que el día del despido me dijeran en la empresa que no me acercara al museo. Me hubiera gustado saber cuál era la razón que esgrimían para considerarme un peligro ¿Sería por mi amenaza de traer los abanicos de Loco Mía (Locomía)?

¿Tuvo algún efecto? Aparte del revuelo de aquellos días, parece que en el museo pocas cosas cambiaron en los meses posteriores. Sin embargo, la sensación que tuve, a pesar de no resultarme nada agradable la situación en la que me vi inmerso, fue de satisfacción absoluta con lo que había hecho. Por primera vez había dejado de lado mi actitud pasiva para hacer cosas que, aunque incomodaran, se correspondían con el modo en que creía que debía hacer las cosas si quería que cambiaran. Desde ese momento, antes de esperar a que algo cambie, busco el modo en el que puedo procurar yo ese cambio.

Autor: Anónimo Título: Hombre sentado Cronología: 2009 Técnica: A traición Soporte: Digital Medidas: 500.000 millones Escuela: Española Tema: Retrato para Facebook

Este texto se encuentra en el V capítulo del libro «Emprender en Criminología». Si quieres leer la obra completa (a tu cuenta y riesgo) puedes hacerte con un ejemplar aquí.

Suscríbete ahora y recibe el ebook Nadie Debería Trabajar Jamás gratis
¡Lo quiero!