Keynes predijo en su ensayo “Economic Possibilities for Our GrandChildren” que en el año 2030 las jornadas de trabajo se reducirían a 15 horas semanales. Dudando mucho que se atreviera a afirmar eso a día de hoy en un mundo repleto de enfermos del trabajo, fue uno de los grandes promotores de la aspiración a la reducción de la jornada laboral, y de la conciliación de esta con el ocio.
Partiendo de esta aspiración, Herbert J. Gans realizó en la revista Challenge un análisis sobre los problemas con los que se encontraría a día de hoy la aspiración a la reducción de la jornada laboral. Amén de las trabas de carácter ideológico (reducir los horarios laborales sería equivalente a reconocer que el desarrollo económico está paralizándose, lo cual no comulga con el ideario del capital dominante), una de las preguntas que Gans se hace es si estaríamos en realidad preparados para saber ocupar consecuentemente el tiempo libre del que se dispondría, que con una jornada como la de Keynes pasaría a estar muy por delante del tiempo dedicado al trabajo.
La aspiración de Keynes era que ese tiempo libre sirviera para enriquecer la cultura de un país y hacer que la vida familiar pudiera llevarse a cabo con todas las garantías. Sin embargo, tengo dudas razonables sobre hasta qué punto estamos preparados para asimilar tal cantidad de tiempo libre en nuestras vidas. La sociedad se ha acostumbrado tanto a tener una vida estructurada y ceñida a unos horarios que por lo general le absorben el 50% de la planificación de su día en un escenario optimista (otro día hablaré de las jornadas partidas y sus nefastas implicaciones), que tendría que hacer grandes esfuerzos por buscar algo en lo que sentirse útil. O peor aún, se encontraría en el abismo de descubrir que en realidad no es útil en este mundo, que nadie le necesita, que todo seguiría girando igual sin él. No trabajar es sinónimo de no valer nada como ser humano en un mundo donde el capital es el que define a las personas. Da igual que tu utilidad sea sirviendo hamburguesas en un denigrante puesto de comida rápida, eso ya es suficiente para poder colocarte el sello de productivo.
Y en muchos casos es más que eso: un puesto de trabajo no sirve solo para que uno se sienta útil, sino que actúa como símbolo de estatus social cuanto mayor rango se ostenta.
Uno puede pensar que es tarea sencilla distribuir tal cantidad de tiempo libre. ¿Por qué no iba a hacerlo si se trata solo de una cuestión cuantitativa? El problema es que no solo se trata de eso, es decir: nuestras actividades de ocio vienen condicionadas por la cantidad de horas dedicadas al trabajo. Necesitamos ir al gimnasio para desconectar del trabajo, o beber impulsivamente para olvidarnos de él, o consumir productos a los que sabemos que no sacaremos demasiado provecho solo para tener la sensación de que el esfuerzo por la remuneración mensual sirve para proporcionarnos placer alguno. En cambio muy pocos se molestan en aprovechar ese tiempo para darle algo más de sentido a una vida que per se no la tiene.
Hace unas semanas una amiga me comentaba que una hipotética desaparición del trabajo tendría consecuencias nefastas. Y efectivamente, aunque le llevara la contraria en un primer momento no le falta razón si esa transición se produjera de manera radical. El papel primordial que le ha dado la sociedad ha llevado a que la gente necesite trabajar no solo para llegar a fin de mes, sino porque, simplemente, somos unos completos inútiles sobrellevando el resto de nuestra existencia.
Pero lo que sí es posible es que esta transición se vaya produciendo de manera natural, fruto de la propia inercia del mercado, que simplemente, tal y como algunos economistas vaticinan, obligará a que esa reducción horaria sea cada vez mayor y que debamos acostumbrarnos a modelos de trabajo muy diferentes a los que tenemos actualmente. Es en esa transición donde quizá el valor que tienen conceptos como productividad, eficiencia o sacrificio empiecen a perder el peso que se les da hoy en día.
“Un texto fuera de contexto es puro pretexto”*
Durante los dos últimos meses he gozado de bastante tiempo libre, tanto que si lo contara sería insultante para muchos. Y he aquí mi problema, ya que venía de una temporada en la que las tareas a realizar se presentaban concretas y fáciles de abordar. Digamos que dentro del caos laboral en el que me suelo mover, había cierto orden. Sin embargo, una vez perdido ese orden, perdí el norte claramente con mis propósitos, entrando en una espiral de dispersión de la que creo que poco a poco voy saliendo. Puedo decir claramente que no he sido capaz de aprovechar el tiempo libre del que disponía tal como deseaba. Por ejemplo, uno de mis mayores objetivos era aprovechar ese parón de trabajo para renovar lecturas y para poder escribir con mayor asiduidad. Sin embargo eso se ha dado a cuentagotas, y no hay nada que me repatee más que darme cuenta de que he perdido el tiempo. La cuestión es que no tengo claro qué conclusión sacar de ello: o bien no he sido capaz de disfrutar de haber perdido el tiempo, o bien no he sido capaz de gestionar bien mi tiempo libre.
*Frase que escuché en innumerables ocasiones a mi mítico profesor de filosofía medieval Jose Manuel Udina, y que venía a explicar que toda interpretación de un texto debía estar sometida al contexto en el que se produjo para ser comprendida.