Leo con atención un reciente artículo publicado en la revista Otrosí, del colegio de abogados de Madrid, escrita por el catedrático Antonio Cuerda Rieztu. El texto, bajo el título Inconstitucionalidad de la prisión permanente revisable y de las penas muy largas de prisión ,presenta una serie de argumentos que reafirman no solo el sinsentido de aplicar una pena como ésta, sino la dudosa constitucionalidad del precepto que se pretende implantar.
Uno de los argumentos de inconstitucionalidad que trae a colación, además de la vulneración de los fines reeducadores que debe tener la pena, es el del mandato de determinación o certeza implícito en el artículo 25.1 de nuestra constitución, avalado por diferentes sentencias del Tribunal Constitucional.
Independientemente de lo discutible que pueda ser este argumento, creo que el tema que saca a relucir es, si cabe, más delicado que la evidente renuncia a la reeducación que supone la cadena perpetua.
Me parece muy acertado el apunte que hace Antonio equiparando la prisión permanente revisable con el corredor de la muerte:
«la prisión perpetua o de muy larga duración, aun siendo revisable, constituye un trato inhumano cuando se impone a menores de edad; e incluso, cuando se impone a adultos, en la medida en que el trámite de revisión puede ser equiparado, en términos de ansiedad para el recluso, al síndrome del corredor de la muerte propio de algunos de los Estados Unidos de América, que el Tribunal de Estrasburgo rechazó en una sentencia ya clásica de 1989 (Soering contra Reino Unido).»
La situación en la que queda podría verse un penado es cuanto menos desalentadora: 32 años para aspirar a la libertad condicional, y 35 para aspirar a que se revise su condena. Ambas opciones pueden darse si los pertinentes informes valoran positivamente su salida de prisión, pero son demasiados los años que pasarán para que el reo pueda conocer con certeza cuál será la consecuencia de un acto punible. Si ya de por sí la indeterminación de la pena puede angustiante para el penado, lo es más cuando hablamos de lapsos temporales tan elevados. Incluso la analogía de Antonio Cuerda se queda corta, ya que el tiempo de espera en el corredor de la muerte ronda los 13 años.
¿Es consciente el legislador de los innumerables problemas que podría generar optar por una pena como ésta (aumento del índice de suicidios en prisión, conflictos derivados del desapego del penado sobre la sociedad, etc…), y del nulo beneficio que supone la misma, más allá de implantar nuevamente la Ley del Talión? Desgraciadamente, me parece que no.