En 2012 Baylos Grau y Perez Rey publicaron el libro «El despido o la violencia del poder privado». En dicha obra definen el despido en tanto acto fundamental en el ejercicio de sometimiento de un trabajador sobre una empresa. Afirman entonces que «el despido tiene que contemplarse como un acto de fuerza, un fenómeno de violencia inserto en los itinerarios de la autoridad empresarial. En tanto que fenómeno de empresa […] es ante todo un acto de violencia del poder privado que se expresa como tal. La empresa, a través de la privación del trabajo a una persona, procede a expulsarla de una esfera social y culturalmente decisiva, es decir de una situación compleja en la que a través del trabajo ésta obtiene derechos de integración y de participación en la sociedad, en la cultura, en la educación y en la familia. Crea una persona sin cualidad social, porque la cualidad de la misma y los referentes que le dan seguridad en su vida social dependen del trabajo» (pp 44).
Vemos entonces que la relación del trabajador con el despido va más allá de una cuestión contractual que incumbe al plano puramente laboral. Como ya comentamos cuando revisamos el miedo al despido, el hecho de ser despedido puede implicar afectaciones importantes al bienestar de la persona, ya sea por la pérdida de derechos sociales derivados del trabajo, ya sea por la dificulad para mantener el estatus social adquirido mientras era empleado, unido a la estigmatización sufrida por su nuevo rol de inactividad laboral.
¿Significa eso que las empresas no deberían poder despedir a sus trabajadores? No, pero sí es importante que dentro de los cauces legales del despido se den una serie de garantías que permitan al individuo sobreponerse ante esa situación, y que se deben complementar con los correspondientes subsidios que impidan una degradación económica y social tanto del individuo como del círculo familiar a su cargo. A la vez, un mercado laboral fluctuante también permite neutralizar ese impacto, desde el momento en que permite que el individuo vuelva a recuperar rápidamente su rol de persona activa. En definitiva, se trata de reducir el impacto violento del despido en la medida de lo posible.
Este hecho es importante tenerlo en cuenta a la hora de analizar el clima laboral. En función de las garantías ofrecidas por el estado ante una situación de despido, éste podrá generar más o menos inestabilidad sobre el individuo. Así, un estado garantista minimizará el impacto negativo que produce la vulnerabilidad a la que la persona es sometida al ser despedida. En cambio, un estado donde la regulación del mercado laboral sea primordialmente liberal tenderá a generar un miedo mayor en el empleado, sobre todo en épocas en las que el mercado de trabajo es más estático o cuando la oferta laboral es precaria. Esa inseguridad puede tener dos efectos: o bien el empleado, consciente de la vulnerabilidad de su puesto, hace lo posible por mantener su lugar trabajando lo mejor posible, o bien se ve sobrepasado por la presión que debe soportar.
La clave, como siempre, está en equilibrar la situación del individuo, donde se ofrezca cierta estabilidad al sujeto pero a la vez no se genere un exceso de relajación en su labor.